Mi libro de relatos/novela

De venta aquíhttp://www.bubok.es/libros/228136/Memorias-de-un-territorio

¿Te atreves a recorrer el camino que lleva a Garabelo?

Hazlo y encontrarás a marionetas que buscan ser humanas y Demiurgos que intentan buscar el equilibrio. A seres que se resignaron hace ya mucho tiempo a permanecer en la masa y a otros que sueñan con desprenderse.

Pero también está la ciudad. Su opuesto, pero no por ello distinta. Sus calles asfaltadas mostrarán un mundo oscuro, opresivo y a la vez cotidiano.

Así, de una a otra discurrirán tramas y personajes, formando una red que cubrirá toda la obra.

Con una escritura sencilla estas página os llevarán a un territorio fantástico donde nada es lo que parece.

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Prefacio

Todos tenemos una historia que contar. Puede que inverosímil, cómica, absurda, cotidiana... A todos nos suceden pasajes o hechos que ocultamos en algún rincón de la memoria por vergüenza, por miedo, por creer que no merece ser contada. Pero están ahí, latentes, agazapadas a la espera de poder surgir de unos labios, ya sean los tuyos o los de cualquier desconocido.

Perdonad, pero aún no me he presentado. Yo soy el pueblo de Garabelo. Sobre mis calles se urden esas viejas historias, tejidas entre sí por un hilo, se diría infinito, que no he sabido identificar su procedencia ni su razón de existir. Quién sabe. Mis raíces son antiguas y oscuras. Los seres que deambulan por mi organismo de piedra y cal son en su mayoría carentes de alma y sed, del valor necesario para ser individuos alejados de la masa.

Pero no estoy solo. A cierta distancia de mí se yergue la ciudad. Ese amasijo de acero y ladrillo, reverso de mi propia identidad. Allí se alargan y vuelven a cruzarse las historias, reflejándose sobre un espejo imaginado y sutil. Apenas hemos hablado desde que nos conocemos. [...]

Es preferible creer en las tormentas (relato siete)

Comencé a moverme casi sin pensar, por supuesto sin definir un rumbo ni avisando a quien dejaba detrás. La ciudad es un amasijo calles que cruzan y se descruzan delirantes, en un centro de papel de estraza donde cada día deambulamos unos con otros sin mirarnos y que yo devoraba en ese momento a cada paso, resbalando por sus filtros con la mirada fija en cada rastro de extrañeza, en cada inestabilidad de la piedra o el asfalto, en la pista que me llevara a seguir un determinado camino. Y entonces escuché mi nombre de labios de un hombre grueso, sentado sobre una de esas bancas largas de piedra que se pusieron de moda hace algún tiempo en la ciudad, y que se convirtieron en el lugar alrededor suyo para reunirse a beber en la calle, en los pequeños parques que se abrían y que dejaban al menos respirar un ápice de la gran urbe. Volvió a nombrarme cuando me vio más cerca. “Acércate”, me dijo. Y me acerqué, por supuesto, y me detuve frente a él, mirando a unos ojos lejanamente azules, ante un cuerpo voluminoso y rotundo del que se diría que no conoció jamás dieta alguna. “¿Cómo sabes mi nombre?”, le dije. “No has cambiado nada”, contestó. “¿De qué me conoces?”,  volví a decir. “Era amigo de tus padres allá en el pueblo. Te vi revolverte como un renacuajo en brazos de tu madre cuando apenas había nacido”. [...]

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